Victoria Kent. Por Margarita del Valle.

                                                                                  (Imagen de la Red)
 

 

Yo, que he pasado tanto tiempo a la sombra de tus rejas rotas, que sé del dolor de esa mirada perdida en el cemento de intramuros, me pregunto, ahora que mi pelo es blanco, cumplidos ya los años del invierno, ¿de qué color era la  sangre de tu pluma? ¿azul de tu victoria, roja de tu infierno? la derrota y la gloria siempre juntas… Y sé que no me engañas cuando te metes en tu cueva de silencios. Conocía tu padre Don José Kent Román, mucho después de haber entablado una buena relación contigo, cuando me compré en su tienda aquel traje rojo que varios años después llevé a la facultad de Derecho para acompañarte en la ceremonia de tu graduación como abogada. ¡tú de negro, Elena Fortún de amarillo y yo de rojo, ¡que elegantes! ¡Éramos el blanco de todas las miradas de los chicos! Pero a la vez todo un símbolo., que algunos tomaron como una provocación.  A ti ya te conocía desde que, en la Residencia de Señoritas en la calle Fortuny, nos presentara María de Maeztu, la directora, ¿No lo recuerdas? Tenías   diez y seis años y acababas de llegar a Madrid. ¡Qué tiempos!

De todas formas, tú ya llegaste a Madrid, preparada para la lucha por tu profesora

Suceso Luengo y Teresa Azpiazu, Profesoras Numerarias de Letras, en la Escuela Normal Superior de Maestras de Málaga. ¿Te acuerdas de la que liamos con nuestro Lyceum Club Femenino? Tenias  veintis años y  llegaste a ser vicepresidenta. ¿Y cuándo invitamos a Jacinto Benavente a dar una charla y el nos dijo que no podía dar una conferencia a tontas y a locas…? ¡Menudo cabreo cogiste! Los hombres eran todos iguales… No, nuestros amigos eran diferentes.

Te conocía en todo Madrid. Pertenecías a la Juventud Universitaria Femenina, dirigida por María Espinosa de los Monteros y los habías representado con éxito en Praga, pero vi crecer tu fama en aquel 1930, cuando decidiste o te propusieron defender ante un tribunal militar a Don Álvaro de Albornoz Liminiana, Ministro de Fomento y fundador del Partido Republicano Radical Socialista. ¡Y tras una brillantísima defensa tuya, salió absuelto! Yo estaba allí aplaudiéndote. También estaba un año después, celebrando aquellos 65 254 votos, con los que conseguiste tu acta de Diputada por Madrid.  ¡Estábamos orgullosas de ti!

Solo habían pasado cinco dias de la proclamación de la Segunda República. Aquel 19 de abril de 1931 era domingo y hacia sol, cuando recibiste la noticia de tu nombramiento como directora general de las Prisiones. Cuando nos enteramos, todas fuimos corriendo hasta el número cinco de la calle calle Marqués de Riscal para felicitarte.

No sé por qué me elegiste a mí para que te acompañase en tu primer viaje a un penal. Una prueba de fuego. Santander. El Dueso, como el Cantábrico estaba revuelto. Era uno de tus primeros retos.  Sabias que se habían amotinado y que estaban armados.  Recuerdo que te pusieron un pedestal como un trono en aquel gran patio, y te subiste decidida. Entonces ordenaste formar a la población reclusa.

La trompeta sonó conciliadora. Empezaste por decirles que el gobierno de la II República se interesaba especialmente por la reforma de las cárceles y que se iba a mejorar la vida del penal. Pero la primera condición que ponías era la del desarme inmediato. Yo me quedé sobrecogida. Silencio e incertidumbre, cuando un recluso joven, arrojó el arma que llevaba en el bolsillo, al extremo del patio.

Una lluvia de armas fue dirigida al mismo rincón. El penal quedó desarmado.

Tú estabas tan emocionada como yo y seguiste hablando de tus ideas… Os liberaremos de la obligación de asistir a los actos religiosos católicos; se os permitirá leer la prensa; se incrementará la comida, y se retirarán todas las cadenas y grilletes. Y vuestras mujeres podrán venir a visitaros y podréis salir de permiso…pero todo tendréis que ganarlo con vuestra conducta.

Después más dias de trabajo incesante, el cierre de ciento catorce centros penitenciarios, la construcción de la  Cárcel de Mujeres de Ventas, en Madrid sin celdas de castigo, hasta aquel otro jueves, 14 de enero de 1932. Habíamos quedado a las diez para ir al Caserón de la calle Quiñones, donde empezaba el curso de las aprobadas en la primera promoción de mujeres funcionarias de prisiones. Y allí, puntuales estábamos todas Carmen Castilla, Carmen Baroja, Clara Campoamor, Ernestina de Champourcin, María Lejárraga, María Teresa León, ,  Elena Fortún. Concha Méndez y Maruja Mallo, - ¿cómo no? -, estaban con Pablo Picasso, a Salvador Dalí y a Juan Ramón Jiménez. Éramos más de cuarenta mujeres y muchos nos miraban con temor.  Hacia frio y esta vez todos llevaríamos abrigo y sombrero. Allí estaba también mi amiga Margarita Gil Roensen, la escultura de Las Rozas, escondida entre todas y mirando desesperadamente a Juan Ramón. Quie acercarme a ella, pero se dio cuenta y desapareció. Creo que fue la última vez que la vi.

Fue emocionante, inolvidable. Tú, encendida de ira y esperanza, desde la presidencia que compartías con Don Luis Jiménez de Asúa director entonces de la escuela de estudios penales, en aquel maravilloso salón de Actos, te diste cuenta de que, aunque lleno hasta la bandera, todas aquellas mujeres no tenían opinión. Obedecían a sus padres o a sus maridos. Había que formarlas, darles educación, instruirlas. Entonces improvisaste un discurso cargado de deseos que toda via pudiese cumplir, antes de tu cese. También para tus amigos tu pensamiento empezaba a ser demasiado peligroso. Pero no a todos les gustaban tus ideas.

Perdiste el cargo, el escaño y el prestigio. Como a todas nos envolvió la sombra. Luego vino la guerra, el exilio, y el olvido, pero yo siempre te recordaré con tu boina, tu abrigo de paño, largo y oscuro, tus medias negras. Así te sigo viendo todos los años, cuando llega el veinticuatro de septiembre y yo, me acerco a la ventana de tu casa, en el número cinco de la calle Marques del Riscal, y tú, como siempre, desde dentro vuelves a ofrecerme tu boina  y un chocolate con churros, como el que hacía tu madre. 

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