Memento


         Hace algunos años, cuando murió mi padre, tuve una experiencia con la muerte que no olvidaré nunca. Metimos el féretro de papá en el nicho. Luego, el sepulturero introdujo una bolsa de plástico con unos huesos. En ese momento yo estaba tan confuso que no entendí. Por eso pregunté que qué era aquello de la bolsa. El buen hombre me dijo que es lo que quedaba dentro del féretro de mi madre, que se había sacado previamente del sepulcro para que entrara el de mi padre: el cuerpo de mi madre, tras diez años, se había reducido a eso, a lo que ya he dicho. 

He aquí lo que nos espera a todos tras la muerte, la reducción de nuestro cuerpo físico a polvo, tal y como nos anunciaron en su día los clásicos: “Memento, homo, quia pulvis es, et in pulverem reverteris” (1). Y esto es para todos, sin lugar a dudas. Esta es la herencia que recibimos de nuestros padres: un cuerpo mortal y corruptible. 

Pero nosotros, como cristianos, sabemos que esto es solo media verdad, que este Niño Jesús que nos nace cada año viene precisamente para recordarnos que somos más que carne visible, que El Padre ha querido hacernos a imagen y semejanza suya – materia corruptible y espíritu inmortal -, y que este cuerpo nuestro que se desvanece en la niebla de la muerte, el día de la Resurrección Final, volverá a la vida y ya no morirá nunca más. 

  Esto significa que no solo somos lo que se ve, que somos también espíritu invisible e inmortal: que tenemos alma. (2) La Iglesia enseña que cada alma espiritual es creada por Dios – no es “producida” por los padres – , de ahí esa inmortalidad, y que se une al cuerpo de una manera tan profunda que se debe considerar al alma como la “forma” del cuerpo. A saber, que gracias al alma espiritual, la materia que integra el cuerpo es un cuerpo humano y viviente; en el hombre, el espíritu y la materia no son dos naturalezas unidas, sino que su unión constituye una sola naturaleza.


Hay que tener todo esto muy en cuenta en este mes de diciembre, y mostrarnos ante El Niño sabiendo qué y quiénes somos. Y si aseamos nuestro cuerpo, nos vestimos, nos damos de comer, nos sacamos a pasear, etc., lo mismo tenemos que hacer con nuestra alma. Porque podemos tener unas navidades super felices – con regalos de oro, de incienso y mirra, como el que más - y no darnos cuenta de que nuestra alma está sucia, por ejemplo. No sería mala idea pasarse por el confesionario y limpiarla con el sacramento de la confesión. Ni idea descabellada que la vistiéramos con una oración en la mañana, mientras desayunamos, por ejemplo, una oración al ángelus, como aperitivo para comer, y una oración nocturna, recién acostados. El alma también necesita alimento -  acercarse a su creador recién nacido es todo un manjar – y pocas cosas mejor que una comunión en la Misa del Gallo, así, guapos por fuera, espléndidos por dentro.

Porque de esto va la Navidad, no nos equivoquen las luminarias del mundo. La Navidad es saberse humano: reconocerse materia y espíritu en una sola forma; y sobre todo, recordar que Dios viene a nuestro encuentro y se hace humano. 




(1) Recuerda, hombre, que polvo eres, y en polvo te convertirás.

(2) La cursiva es texto exacto del "Catecismo De la Iglesia Católica", 1993, pág. 83

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