Los poemas son como pájaros del Fuego
que emergen sin cesar de un enigmático magma que fluye desde lo más profundo
del ser humano. Y el poeta no tiene ningún poder ni autoridad sobre ellos; si
acaso, como buen artesano, se aviene a dar forma a tan delicada y compleja
materia hecha de ingrávidas palabras. Cuando lo logra ―y ello sucede sólo en contadas ocasiones― puede considerarse verdaderamente tocado por la mano de la diosa
Fortuna. De esa manera, insospechadamente, se convierte en un pequeño dios
forjado con la argamasa de la carne iluminada por la imperecedera llama del
Espíritu. Y es durante esos gloriosos momentos cuando cree firmemente, porque
lo ha experimentado en lo más íntimo de su ser, que es algo más que un trozo de
carbón eyectado del núcleo caliente de una lejana estrella que gira y gira
perdida en algún lugar del Universo. Comprende y siente a la vez en el fondo de
su corazón que quien lo creó debía tener una poderosa razón para hacerlo.
Pero luego tal vez dude, y puede que
su mente enmudezca y se aflija y se adentre en la más profunda de las
incertidumbres posibles; para más tarde, aliviado del peso de tan oscuro tránsito,
logre otro día remontar por el aire subido sobre las alas de un nuevo y renacido pájaro del Fuego.
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