Marco daba vueltas bajo el edredón. Dormía y se despertaba; le embargaba una duda, esfumada al dormirse de nuevo. Inmerso en la realidad onírica, se inquietaba al verse envuelto una vez más en un mundo invadido por aquel extraño virus. ¡No era posible!: contagios y muertes... La pesadilla se iba, solapada con otro fugaz sopor de incertidumbre. Cuando regresaba el sueño, apartaba la mirada de una televisión que mostraba las imágenes de bares cerrados y hospitales colapsados, bajo un manto de cifras manipuladas. Después, salía a la calle para despejarse; se cruzaba, entonces, con personas de sonrisa tapada por una tela de diversos colores y arabescos.
Transcurrieron las horas y asomaba el alba. Marco abrió poco a poco los ojos, ya consciente de que no iba a dormirse más. «El mal sueño ha pasado», se dijo. Bostezó y estiró los brazos hasta emitir un suspiro de alivio. Vio a su perro en la penumbra y lo llamó. Cuando el can se subió a la cama, se dispuso a acariciarlo. Sintió entonces frío en las manos: la mascota arrastraba, sujeta en el hocico, una mascarilla roída.
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