San Pantaleón



Imagen de San Pantaleón
que se venera en Burujón
(Toledo)
Estoy en la procesión. Es por la tarde. Hace calor. La imagen de la iglesia queda atrás, desteñida, como una estampa en un libro después de mucho tiempo. Delante de mí el párroco y unas autoridades que yo sé que son de los años sesenta. Hay dos pregoneros tras el santo, uno a cada lado. Van vestidos a la antigua usanza: pantalón de pana, camisa blanca, chaleco, boina. El de la izquierda alza su trompetilla, la hace sonar y a renglón seguido levanta su vozarrón y dice: “Un himno hay en Burujón que año tras año se canta”. La gente repite estas mismas palabras con una solemnidad próxima a la oración. Seguidamente el otro pregonero rompe el aire con el llamado de la trompeta y clama: “Devoción en la garganta por nuestro Santo Patrón”. Y todos lo repiten. Finalmente la banda del pueblo inicia un pasodoble y todos cantan a voz en grito: “¡Viva, viva, viva San Pantaleón!”

Estoy en el balconcillo de mi casa, a más de tres metros sobre el suelo, apoyado en la baranda, vestido para la ocasión, como si fuera mi primera novillada, un poco nervioso. Se acerca el gentío y yo, este año, quiero cantarle una saeta a San Pantaleón. Llevo muchos años deseándolo, muchos años echándome atrás. Pero de éste no pasa. Sé que si el primer tono no entra bien, luego todo se tuerce, vienen los apuros. Poco a poco los redobles de tambor van subiendo hasta el horizontal de mis ojos. Detrás de la banda de música llega el santo. Justo cuando las hojas del árbol me lo descubren levanto mi voz: “Primero vino la plaga, luego apareciste tú. Traías vendas para las llagas, y un estupendo menú que al alma llena, limpia y embriaga”.

La Legión, con su bandera y su cabra al frente, baja desfilando desde la carretera. Vienen en traje de faena, verdes, sus gorros verdes, sus fusiles al hombro, sus cabezas altas, sus mil pasos por segundo, con esa ligereza que da la audacia, la eficacia, la valentía. Bajan como quien dice, a toda pastilla. Está claro que en breve alcanzarán la procesión. Y así es. Lo hacen justo en la Plaza de España, que era lo planeado. Rodean a San Pantaleón. Le presentan armas. Y entonces, con la misma tonadilla del novio de la muerte, cantan: “Nadie en el pueblo sabía que eras médico de pobres, que tu santidad era la vía para que nunca zozobre la esperanza, la fe y la alegría”. El aire rosa de la tarde se llena de una emoción heroica. Algunas abuelas lloran y no de tristeza precisamente.

El bar está muy oscuro. Hay cuatro paisanos sentados a una mesa, un paño verde, unas fichas de dominó. La radio se oye más allá del humo del tabaco. Es sábado por la tarde. No hay nadie en la calle. Todos están en la plaza de toros o en la iglesia. Todos menos estos cuatro antiguos luchadores por la libertad que beben el vino de un pellejo antiguo. En la radio se transmite la homilía del día grande de San Pantaleón: “Y el que de todos se compadece en el pueblo se quedó. Su imagen nos fortalece. Su ejemplo nos cautivó. Gracias Pantaleón mil veces”. Emiliano, apaga esa radio anda, que los sermones son como los sueños, sermones son, dice Manué, que ya pasó lo suyo en la guerra. Mientras el tabernero camina hacia la radio, siguen cayendo en el barbecho de estas cuatro almas las palabras del párroco: “Tu sangre en sólido estado todo el año se mantiene. Y, como habíamos quedado, en Julio se licúa, y viene y nos quita todo cuidado”. Luego el silencio, la nada y la melancolía se unen a este juego de dominó.


*El texto es propiedad de Santiago Solano Grande