En aquellos momentos tan dolorosos en el que, cada día, morían miles de personas, personas con nombres y apellidos, historias conocidas y anónimas, quienes no pudieron disfrutar del final de su existencia por culpa de un virus asesino, del que lo único que se sabe es su procedencia, Wuhan, (China), posiblemente se originó en un mercado, donde se vendía carne cruda de diversos animales, también se baraja las posibilidad de que alguien manipulara el virus en un laboratorio químico.
Si el hombre fuera el causante de la pandemia, no hay pensar que pretendiera una catástrofe de esta magnitud, con tantas víctimas mortales, sobre todo, personas de avanzada edad. Es posible que se tratara de un vulgar accidente. El objeto que se perseguía, con esa supuesta manipulación, lo desconozco pero, sin duda, habrá que investigar las verdaderas razones, exigir las oportunas responsabilidades a quienes pudieran tenerlas y China, al parecer, se niega a que se investigue sobre el tema.
Hay que preguntarse, si no habrán intereses comerciales por medio? No lo sé, quizás nunca se llegue a conocer la verdad. Lo único importante es que se han perdido demasiadas vidas humanas, que ha originado largos periodos de confinamientos y, sin duda, ha originado un drástico deterioro en la economía mundial, cuyas consecuencias nos afectarán durante muchos años.
Las personas se han visto obligadas a permanecer en sus casas viendo, con impotencia, como sus proyectos de futuro, se rompían y muchas esperanzas, deshechas por la incertidumbre, vagaban enloquecidas por la senda del olvido.
Las ilusiones se deshacían, aunque de las ventanas, cada atardecer, parecían resurgir con fuerza. Cuando llegaba la noche, las paredes protectoras de las habitaciones arrojaban imágenes de nuestra vida anterior, emociones compartidas con amigos y familiares, a muchos de los cuales, no volveremos a ver jamás. Entonces, nos fuimos dando cuenta de las cosas inútiles que guardábamos, como si fueran imprescindibles para vivir. Sin embargo, no veíamos, o no queríamos ver, a las personas que nos protegían y trataban de trasmitir unos valores morales que nos permitiesen vivir en armonía con los demás. ´´Que pesados son!``, ``Los tiempos han cambiado!’’, y otras expresiones desconsideradas, repetíamos sin cesar, cansados de que se entrometieran en nuestras cosas.
El confinamiento obligó a mirarnos en el espejo y descubrir, asombrados, nuestra enorme pequeñez y lo cobardes que podemos llegar a ser en situaciones límites. Somos capaces de denunciar al prójimo por, aparentemente, saltarse el confinamiento, tiramos la piedra y, rápidamente, nos escondemos tras nuestra ignorancia, sin pararnos a pensar que, es posible, que aquella persona el no salir a la calle le arrastre a perderse por una tiniebla amarga, en la que unas hambrientas sombras devoran, sin escrúpulos, sus ganas de vivir.
Esta pandemia del coronavirus ha dibujado poemas, demasiados dolorosos, en nuestra alma confusa. A partir de ahora hemos de cambiar nuestros hábitos, la forma de relacionarnos con los demás. Pero los besos y los abrazos, sin duda, volverán muy pronto, el cariño hacia las personas queridas y cercanas nunca podrán desaparecer ni cambiar.
Por las calles, de nuevo, resurgirá la alegría, el color, las prisas desbocadas por llegar a la cita convenida, entre coches, siempre cabreados, que dejan, tras su paso, sonidos alocados y nerviosos que no logran acallar algún insulto lanzado, con todo cariño, por los conductores a sus semejantes.
Sí, lentamente, la ciudad irá recobrando su ritmo, aunque jamás podremos olvidar al maldito coronavirus, este bichito asesino que ha dejado, y sigue dejando, tras su paso, tantas ausencias, tantas emociones compartidas rotas de repente. En España la soberbia humana no quiso ver el peligro que acechaba en cada esquina, se negó a dar por finalizada una fiesta que, bajo ningún concepto, no podía suspender. Era su fiesta, quería saborear un éxito que creía sólo suyo. Se negaba a compartir las mieles de un sueño inacabado.
Todo fue un error, un tremendo error puesto que, por aquella manifestación feminista, aquella fiesta que, perfectamente, podría haberse celebrado más adelante, Madrid se convirtió en el foco de la epidemia y, muchas de las participantes de aquella manifestación, se contagiaron, trasmitiendo el virus a los demás participantes, tanto madrileños como de otras provincias.
La fiesta acabo muy mal y miles de manos que se agitaban, enfurecidas, en el aire, celebrando una victoria que no les pertenecía sólo a ellas, de repente, empezaron a temblar, a pesar de creerse protegidas por unos miserables guantes de latet.
Por mucho tiempo que pasen, les durarán los efectos de la borrachera y en sus sueños, sin duda, oirán constantemente gritos, desesperados, pidiendo ayuda. Surgirán, por todas las oscuras esquinas, ancianos arrastrándose, a duras penas, a trenes sin retorno, tras ellos quedaran una vida que no debía acabar así y sus seres queridos, deshechos por el inmenso dolor de verlos partir y no poder despedirse.
Todo fue caótico. Un verdadero despropósito que la historia tendrá que analizar desde el sentido común. Los responsables, que aún gestionan la crisis sanitaria, deberán hacer un somero examen de conciencia y reconocer que cometieron demasiados errores y despreciaron los consejos de los expertos que advirtieron el enorme peligro que se acercaba y las medidas que se deberían haber tomado inmediatamente. Simplemente, les tacharon de alarmistas.
Durante mucho tiempo, esas manos borrachas de amargura, lentamente, se irán asfixiando en sus propias pesadillas.