Indulto o condena



        Jonás deambulaba con sigilo para no despertar a su compañero de celda. Se detuvo, una vez más, ante las rejas de la ventana. La noche, contorneada por los puestos de vigilancia, le susurraba bajo la iluminación de los focos: en el estridular de los grillos se reflejaban sus temores.
      El indulto o la condena esperaban de forma inminente. Intentaba examinar las propias virtudes y perdiciones, a modo de veredicto particular, pero resultaba infructuoso. Imposible anticiparse a la consideración de una mente ajena. Tan solo la fortuna podía concederle la nueva oportunidad. «¿Indulto o condena?», volvía a preguntarse. Apretó los puños y apoyó la frente sobre el cristal de la ventana. Optó, después, por sentarse en la cama; siempre meditabundo. Tras un inesperado vacío, se percató de que había dormitado durante un tiempo. Miró de nuevo a través de aquellas rejas: el amanecer pedía paso a la noche.Una nueva pugna de esperanza e incertidumbre se desencadenó en su interior.
        Las ojeras se intercalaban en la rugosa piel, cuando escuchó unos pasos que se aproximaban hasta detenerse. Se abrió la puerta y un hombre le invitó a salir. Se abrazó entonces al compañero, que le deseo suerte.
        Fuera ya del recinto, se encontró con la femenina y sexagenaria voz, cuyas constantes suplicas en aras de la honestidad tanto había desdeñado. Resolló, entre reiterados remordimientos, sin recibir ya reproches. Unas lágrimas se escurrían por sus mejillas, mientras el corazón le palpitaba con eco.
       Se montó en el coche y se giró por un instante, a modo de despedida visual del centro donde había pasado demasiado tiempo apartado de la familia.
        Media hora más tarde llegaron al lugar de destino.
        —Entra, Jonás —le indicó ella.
       Le temblaron las piernas al atravesar el umbral de la puerta. Avanzó poco a poco, mientras escuchaba un correteo que percutía sobre el suelo de parqué.
        Una mujer más joven lo recibió con trémulos besos. Después, ella apartó la mirada; el tiempo justo para pronunciar con gravedad:
        —Acércate, David.
       Jonás tragó saliva y apretó los puños: había llegado el momento del veredicto. Los pasos saltarines se detuvieron. Un niño de siete años asomó la cabeza, de cabellos rubios y rizados.
        Tanto su abuela como la madre le apremiaron para que se acercara.
       —¡David…! —balbuceaba Jonás, temeroso de que la temida condena se cumpliese en aquel momento.       
        —Saluda a tu abuelo —espetó la abuela, ante el continuado silencio del crío.
        —Es normal —reconoció con tristeza el viejo. Quiso forzar una sonrisa—. Quizá con el tiempo…       
        —Cariño, el yayo tenía muchas ganas de verte —enfatizó la madre.
       David estudiaba los rostros de ambas mujeres, como si albergaran la solución de un enigma. Después, clavó las pupilas sobre el cariacontecido rostro del abuelo. Y le preguntó sin remilgos:
        —¿Quieres a mamá y… a la yaya?
       —¡Claro que sí, David! A veces… cometemos errores. Nunca más me separaré de vosotros —Jonás amagaba acercarle el brazo, pero no se atrevía.
        Tras unos segundos eternos, la expresión del niño se dulcificó.
        —¿Sabes jugar a los indios?
        Jonás, sonriente, suspiró con fuerza.
        —Tú me puedes enseñar, ¿verdad?
         David le tendió una mano para llevarlo a su cuarto...
        
         Las miradas femeninas irradiaban un brillo especial, ante la definitiva indulgencia del juez infantil.