La expresión latina horror vacui (literalmente “miedo al vacío”) concita temores casi por anticipado. Es el caso, si al leerla intentamos interiorizar su significado en profundidad, especialmente si realizamos una apreciación fonética cargándola de emotividad. Se trata cuando menos de un fenómeno curioso. Al pronunciar “horror”, pareciera que esa vibrante r final, si la prolongamos sonoramente e intentamos darle impulso, nos hace sentir, imaginar como si fuésemos arrastrados por ella en contra de nuestra voluntad hacia un lugar terrorífico que puede llegar a producirnos escalofríos. En cambio, al decir “vacui”, ocurre un efecto parecido, pero de sentido contrario: notamos que en lugar de ser una fuerza físicamente centrífuga (hacia afuera), se comporta de forma centrípeta (hacia adentro), tragándonos literalmente. Y podríamos, entonces, elucubrar al efecto: ¿cuál sería la resultante de dos fuerzas hipotéticamente iguales pero de sentido contrario estando ambas en el mismo plano direccional? Es lógico pensar que ninguna de ellas prevalecería sobre la otra. Ambas se anularían entre sí y quedaríamos lastrados, inmóviles y sujetos al suelo, como clavados en él: literalmente petrificados, paralizados e incapaces de ejercitar movimiento alguno.
Ya sé que esto que expreso no pasa de ser una mera visión o impresión personal; seguramente una manera demasiado alambicada de dar algún sentido a ese cúmulo de sensaciones que nos atraviesan. Y ahora, he aquí mi pregunta que lanzo al aire sobre las cabezas de todos los escépticos: Si no me creéis, explicadme: ¿por qué le tenemos tanto miedo a ese espacio carente de objetos capaz de llegar a producirnos tan irrefrenable ansiedad?
En Occidente no poseemos herramientas mentales contra la experiencia del vacío; los espacios en blanco, tanto en el seno de la materia como en su representación mental, pueden a veces llenarnos de pavor. Al fin y al cabo el ser humano construye isomórficamente a través de sus sentidos un calco, aunque filtrado, de eso que llamamos Realidad y que el filósofo Inmanuel Kant denominó “Noúmeno”, contraponiéndolo a los fenómenos de la vida ordinaria. Lo que está fuera de nuestro campo sensitivo-mental –vino a decirnos- es inaprensible a la Razón; por eso podemos experimentar ante ellos extrañeza, espanto, sobrecogimiento, miedo o desconfianza. Ahí, probablemente, pienso que podríamos ubicar (como si estuviese del otro lado) a esa entidad incognoscible a las que las tres religiones del Libro llaman Dios.
Es obvio, que no soportamos bien o nos produce gran incertidumbre y malestar una hornacina completamente vacía de adornos; y por eso, inmediatamente procuramos rellanar su hueco, ese espacio dominado sólo por el aire, que nos interroga de forma insidiosa. De hecho, en arquitectura, especialmente en el arte barroco (igualmente en el arte árabe) todos los espacios libres están rellenos con una profusión de motivos que finalmente acaban recargando de ornamentos su conjunto: verbigracia en las manifestaciones pictóricas o escultóricas. Y en la literatura en castellano (véase, por ejemplo, el culteranismo de nuestra Edad de Oro en manos del insigne poeta Luis de Góngora) podemos apreciar una tendencia del mismo signo. Y, por supuesto, en modalidades artísticas de nuestro tiempo, como puede ser el cine, el realizador llega a jugar con esa fobia al vacio (conocemos el caso paradigmático del director británico Christopher Nolan y su miedo al vacío sonoro) rellenando cada posible plano de silencio con música. Como vemos el horror vacui no deja títeres con cabeza: Aristóteles se peleaba en el Libro IV de su Física contra la opinión de los filósofos atomistas que llegaban a afirmar que los átomos –realidades últimas de la materia- se movían dentro de un vacío infinito. Lo curioso del caso es que estos últimos llevaban razón.
Y en nuestras actuales sociedades globalizadas y manipuladas por un calendario programado, bien estructurado y secuenciado temporalmente, dentro del cual se fomenta el consumo de todo tipo de sujestivos bienens, se juega con los deseos del ser humano infundiéndole subsconcientemente, día tras día, un constante sentimiento de horror vacui. Todo está estudiado y calculado; no hay que dejar ningún hueco al azar, no vaya a ser que nuestras adormecidas consciencias puedan despertar y rebelarse contra esa soterrada estructura de poder que nos maneja. Pareciera una lucha contra el dios Cronos al que pretendemos perseguir a toda costa, pensando que es alguien que está fuera de nosotros, cuando en realidad somos nosotros mismos acelerando nuestra máquina (nuestro propio cerebro) con la que construimos la experiencia personal de la consciencia que nos hace ser. Es algo complejo y terrible a la vez, pero bien estudiado por aquellos que pretenden convertirnos en poco menos que pollitos de granja. No se extrañen, pues este pensamiento que no es nada original, ya que otros muchos ya lo han dicho, no por ello –para desgracia de la mayoría- es menos cierto.
Tenemos que hacer deporte por la mañana o por la tarde, trabajar todo el día, ser esposo y padre (esposa y madre), buen compañer@, cenar con amigos, educar a nuestro hijos, pasear, ir al cine o al teatro, programar nuestros “mejores momentos para el año próximo” y comprar, sobre todo eso que no falte. Y ya que todo es perecedero, pues los muebles no suelen ser precisamente de madera, todo ha de renovarse: la casa, el coche, (el novi@, el marido o la mujer ¿no?) y especialmente nosotros mismos por dentro y por fuera: la vejez no ha de llegar nunca. ¿No os parece este panorama demasiado superficial y fluido, igual que un líquido que se nos escurriese entre las manos? Por ello, en las últimas décadas el conocido sociólogo Zygmunt Bauman bombardeó nuestras conciencias con el prometedor concepto de la “modernidad líquida”, sociedad líquida o amor líquido. Un auténtico best seller de ventas a nivel mundial para aquellos amantes de los libros de pensamiento. Ojalá, después de muerto, pueda seguir despertando conciencias.
La felicidad que este paraíso de deseos en el que vivimos nos promete es ilusoriamente inalcanzable, pues no puede haber felicidad en ese magma constante que cambia de forma sin mantener su esencia (visión filosófica heracliana del río que nunca es dos veces el mismo) frente a la permanencia del ser de Parménides, que a nuestro juicio sí está mucho más cerca del centro inamovible en el que debiéramos buscarnos cada uno de nosotros. Tal vez tengamos mucho miedo a penetrar en ese agujero negro (el “vacui” del que os hablaba al principio de este artículo), pero nuestra única salida –al menos para mí- es entrar directamente en él para reencontrarnos con nuestro auténtico ser. ¿Os parece esto un absurdo espejismo? Si lo es, no nos queda otra opción que adentrarnos en ese túnel oscuro que se lo traga todo, intuyendo que tal vez al final hallemos la luz que también está en él. Lo que queda fuera ya os lo he descrito.
Os tengo que confesar, no obstante, que esa especie de relato con el que he introducido esta reflexión, apoyándome en un brevísimo y quizá desafortunado ejemplo de física de vectores, ha sido una especie de ensoñación, de metáfora con la que tomar pie sobre un asunto ciertamente resbaladizo. No podemos explicarnos a nosotros mismos, a nuestro cerebro provisto con unas aproximadamente 100.000.000.000 millones de neuronas, con trillones de conexiones entre ellas, empleando para ello tan sólo la simpleza de dos vectores de magnitud igual, sentido contrario y posición en el mismo plano. Aunque como metáfora, libre de ortodoxias científicas (seamos algo indulgentes) pueda pasar. Al fin y al cabo, a veces los poetas y los filósofos –probablemente seamos una misma cosa- podemos ser considerados por algunos doctos como legos en la materia. ¡Qué sabrán ellos de los asuntos del Alma!
De todos los horrores vacui, el que seguramente más nos afecta y debiera importarnos en suma es aquel que se refiere a nuestra propia subjetividad. ¿Tenemos miedo a enfrentarnos a nosotros mismos por qué podríamos encontrarnos con un vacío existencial? Lo que no sé es por qué nos extrañamos tanto, cuando los físicos cuánticos dicen que la materia está casi completamente vacía. ¿Queremos perder la identidad de nuestro cuerpo, nuestra identificación con él, cuando es algo prácticamente vacuo? Desde este punto de vista crítico podríamos argüir que nosotros no somos nuestro cuerpo, ya que por debajo de él late la Energía del Universo. ¿Luego que somos en verdad si en la materia estamos y no estamos como mera probabilidad? Mi intuición me dice que soy, somos, algo más que materia y para averiguarlo no nos queda más remedio que penetrar en el vacío, en ese horror vacui al que le tememos tanto.
Los budistas lo practican y consideran que en ese silencio, libre ya de todas las impermanencias, relativismos y ataduras de nuestra competitiva y ruidosa sociedad, nos hallamos de verdad a nosotros mismos.
Un agujero negro nos daría seguramente miedo al no saber qué nos aguarda en su interior. Sin embargo, intuimos que allí, dentro de esa aparente oscuridad, encontraremos la luz que sabemos que por su potente fuerza de gravedad fue tragada un día. Acerquémonos hasta su horizonte de sucesos y arrojémonos sin miedo a él.
¡No más horror vacui! El vacío está lleno de todo aquello que en potencia verdaderamente somos.
Y hago aquí un guiño de complicidad con esta dura situación creada por la Cuarentena del Covid-19, por si alguno de nosotros –entre los que naturalmente me incluyo- somos capaces de hallar una mejor vía de comunicación y reconciliación con nosotros mismos. Tal vez lo recordemos en el futuro como un tiempo, una experiencia personal que tuvo que llegar desde fuera en la forma de una auténtica revelación.
¡Aprovechémosla!
Saludos, amigos.
Saludos, amigos.
(De Cuadernillo de la Cuarentena Covid-19)
J.L. Pacheco