La velada




       CARMINA ENTONABA una canción alegre delante del espejo, con la aureola de esa blusa antes sumida en el olvido del armario. Salvador se ajustaba la americana; ella se la había arreglado mostrando el buen oficio a base de puntadas con aguja e hilo guardados de otros tiempos. Sus dos hijos correteaban por el comedor ante las advertencias maternas; no era cuestión de que se ensuciaran los pantalones en aquella ocasión tan especial.
       Poco después, Carmina deambulaba sin parar entre la cocina y el comedor, atenta a los murmullos humanos cuyos ecos invadían ya la escalera del edificio. El reloj colgado en la pared marcaba las ocho y media de la anochecida tarde, cuando la estancia se impregnó, por fin, del aroma a gambas y langostas. La mujer intercambió una urgente mirada con su marido.
       —Niños, venid—, exclamó, ante los ojos expectantes de Salvador.
       Unas copas, más lustrosas que nunca, y varias bandejas plateadas contemplaban sobre el mantel blanco la repentina y eventual soledad del comedor.
       —¡Rápido! Ahí están —Carmina señaló cuatro fiambreras vacías, situadas en la encimera de la cocina.
       Se asomaron al muro de la galería, exaltados por el deseado humo que surgía del piso inferior; como el rumor de las voces, ahora desprovisto de todo eco.
       —Sujetadlas bien. Así, boca abajo —enfatizó Salvador.
       —¡Qué bien huele! —se relamía uno de los niños.
       —Habla más flojo, que te oyen —protestó Carmina.
       El humo no tardó en formar una niebla olorosa en las fiambreras.
       —Suficiente, creo yo —balbuceó el hombre.
       —Entremos. ¡Rápido, que se escapa! —Carmina enarcó las cejas.
     Con paso apresurado salvaron las escasas baldosas que los separaban de la cocina. Taparon las fiambreras, que por dentro simulaban cualquier calle de Londres en la época victoriana.
       —Esto merece un buen vino —proclamó Salvador, nada más sentarse en la mesa del comedor.
       —¡Quiero…! —sonreía uno de los hijos, suplicante.
       —¡Yo también!
       —Bueno, pero poco, ¿eh? —concedió Carmina.
       —Un día es un día —se frotó las manos Salvador, antes de destapar el cartón de vino y servirlo en cada copa de brillante plástico. Unas gotas, al derramarse, tiñeron de rosa el papel blanco del mantel, hasta insinuar un pequeño agujero.
       —¿Con qué empezamos? —preguntó Carmina.
       —Con las patatas fritas —propuso el marido.
      De las bandejas de cartón color plata sacaron las patatas y las sumergieron en el mundo victoriano de una de las fiambreras. Y mientras se ahumaban, destaparon otro recipiente neblinoso e hicieron lo propio con los trozos de pollo cocido que Carmina había comprado congelado, al precio de 1 euro…
       «La carne y el marisco dan buenos resultados. Tendremos invitados… A mi esposo lo han ascendido a jefe de sección, y hemos de quedar bien con el director», había escuchado Carmina de incógnito a la vecina de abajo en el supermercado, refiriéndose a la cena especial de hoy, mientras le despachaban un animado desfile de productos marinos.
       —Esta velada no nos la quita nadie —afirmó Salvador.
       —Brindemos —sugirió Carmina.
       Todos alzaron sus copas de usar y tirar.