Ha cambiado nuestra vida.
De pronto nos hemos convertido
en extraños enemigos
de nuestros seres queridos.
Nuestras manos pueden asfixiar
y nuestros besos envenenar
la dulzura de un cariño compartido.
Somos los leales transmisores
del coronavirus. Debemos
quedarnos en nuestro hogar.
Hay que resistir hasta que la soledad
fría de las calles ausentes
acabe, definitivamente,
con el virus asesino.