El coronavirus

LAS PALABRAS TIENEN MIEDO

a volar. Sus gritos, ahogados
por la impotencia,
retumban en los recodos del alma.

Las calles, bulliciosas, están vacías,
completamente desiertas,
nadie puede salir
de sus hogares. Los niños
no pueden ir a los colegios,
tampoco jugar con sus amigos,
ni asistir a fiestas secretas,
ni organizar botellones clandestinos.

La policía les vigila, les persigue
no pueden pisar las calles. Sus mayores
tampoco. Sólo les está permitido
salir para gestionar determinadas cosas,
básicas para poder seguir viviendo,
como la compra alimentos y medicamentos.

Muchos tienen que acudir a su trabajo
y luchan, encarnizadamente,
con la muerte, agazapada,
en las manos y en los besos
de sus propios amigos, sus compañeros
del día a día e, incluso,
de los seres más queridos.

La pandemia recorre las calles
cobrándose víctimas, devora
las ilusiones. Las esperanzas huyen
por las oscuras sendas de la incertidumbre,
buscan un horizonte desdibujado
en un porvenir caótico, infestado
por un virus asesino.