Los recuerdos se agolpan, regresan cargados de nostalgia. Sobre la mesa, las palabras aguardan el último aliento del poeta que les permita echarse a volar. Desean dibujar, con sosiego, el poema definitivo, quieren vagar por el paraíso oculto, allí las emociones del ayer recuperen parte de la dignidad perdida en un olvido caótico.
Las imágenes brotan sin cesar, y se lanzan, enloquecidas, al abismo blanco, pero el túnel es demasiado oscuro para poder divisar el resplandor, absurdos rencores tratan que las emociones se autodestruyan. Es una lucha encarnizada, las palabras huyen por la incertidumbre más dolorosa, el poeta no comprende su destino, tampoco puede llorar, por los rincones del camino sus lágrimas resecas se evaporan en amargas pesadillas que no pueden soportar.
Viejas ilusiones, ya olvidadas, regresan por sendas extrañas en las que sólo se escuchan murmullos de voces rencorosas, chillan, quieren regresar de su anonimato, oculto por la niebla espesa de los años. Seres queridos, añorados, se pasean, lentamente, por los valles grisáceos de la nostalgia, sus pasos, fugaces, conmueven las emociones del alma. Cuando estaban con nosotros no les agradecimos cuanto hicieron, sus desvelos y sus consejos. Nos parecían unos atorrantes, se metían en nuestros asuntos y se negaban a entender que eran otros tiempos. Se resistían a cambiar sus costumbres, no querían ver las nuevas posibilidades, ofrecidas por el destino, para seguir avanzando y conseguir llegar al horizonte.
Ellos, en parte, tenían razón. Pretendían que siguiéramos sus pasos, que sus huellas, cargadas de esfuerzo y experiencias, a lo largo de los años duros, años de sufrimientos, enfermedades, hambres, fueran el referente de nuestras inseguras pisadas, porque nuestras huellas no se grababan en el suelo, el viento las borraba sin misericordia. Tras nuestros pasos tan sólo quedaban ilusiones y proyectos que se difuminaban entre los cálidos brazos del atardecer.
Ellos siempre estuvieron ahí, dispuestos a echarnos una mano que, en muchas ocasiones, nos negábamos a aceptar. Qué pesados, ya éramos mayorcitos para aguantar el chaparrón y tomar nuestras propias decisiones! Queríamos seguir nuestro propio camino, ser independientes.
Sin embargo, siempre volvíamos, en busca de su ayuda y protección. A lo largo del camino, demasiadas sombras pretendían acabar con nuestra dignidad, nos empujaban al abismo y los sueños se perdían en la niebla. El horizonte soñado, tantas veces, desaparecía de pronto. Regresábamos cabizbajos, avergonzados, sin atrevernos a pedirles perdón por los reproches que, cruelmente, les lanzamos tantas veces a la cara. Nuestra soberbia no nos permitía comprender que ellos sólo querían lo mejor para nosotros.
Ahora que no están, nos duele su ausencia y somos prisioneros de un destino incierto quien, sin compasión, nos irá robando las imágenes grises de sus atardeceres compartidos.